No sé bien por dónde empezar, pero vamos a hacerlo con un gracias. Al pasar del tiempo, a los recuerdos, a las resignificaciones, a los adioses.
Hace un par de años te perdí como abuela y, con vos, a una gran parte de mi familia. Los hechos concretos no importan, creo que no hubo voto de confianza o vista gorda que hubiera evitado que hoy estemos acá. Creo que era una muerte inminente y lenta a la vez, una persiana americana que finalmente decidió cerrarse y nunca más se abrió. Era algo que tenía que decantar para ser profundo y para que no haya vuelta atrás... por eso dolió.
Toda la vida lo llevé en la espalda y en el corazón. Era una ilusión, esa creencia de que con tu muerte no iba a haber definiciones, pero las hubo, en muchos niveles y con muchos matices. Y cuando el juego al que jugás no es el del resto, el descarte sucede y es mejor retirarse, con las certezas que se tienen y las dudas que pronto se disiparán.
Con tu muerte se fue gran parte de mi niñez y de mi adolescencia. Se desvanecieron las historias y fotos de mi papá, y muchos recuerdos que no les llegarán a mis hijas. Pero también se terminó de enraizar lo justo, lo sincero, lo real en mi vida, porque eso hacen los amores que duelen cuando no están. La muerte te enfrenta a la luz y a la oscuridad, al quién es quién y, para mi, no hay vuelta atrás.
Así que, ahora que estamos cumpliendo aniversario de tu despedida, que fue de a poco, a veces muy cerca y otras tan lejos, te deseo que estés en ese cielo que soñaste, rodeada de quienes más querés y que, por fin, seas libre de todos los lastres que cargaste, que hoy no son más que eso... un lastre.
Te quiero con toda mi alma y te duelo con una sonrisa, hasta que nos volvamos a ver.
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