Soñé que se sentaban seis personas en una misma mesa. Los mas ricos y los mas pobres, los de clase media y los de no tanto; los que tienen poder y los que ya no les queda ni un gramo de libertad para decidir nada. Eran políticos y representados; los que estuvieron en #Once y otros que nunca se tomaron un tren. Todos juntos y ninguno a la vez, porque en esa mesa cada uno tenía la misma voz y el mismo voto.
Los famosos también estaban sentados, no servían las mesas como en la fiesta de Fundaleu. Estaba Rial, Tinelli y Susana; Lanata, Fariña y Baez. La boluda del megáfono y la tarada del comercial de Doritos. Esta vez no fueron ni por prensa ni porque le hubieran pagado para ir. Tampoco porque contribuyera a mejorar su desfigurada imagen pública. Querían ir.
Llegaron juntos Cristina, Macri, Carrió y el cadáver de El - el difunto esposo que está enterrado a seis metros bajo tierra, sin su poder ni su dinero, con esa muerte que lo iguala al que se ahogó en el último temporal-. Un poco más tarde Máximo y Florencia, que había vuelto de Nueva York y salió última de Ezeiza porque la Aduana le abrió la valija y tuvo que pagar todo aquello que nunca hubiera declarado. Y las hijas de Macri y las de la mucama de mi abuela y las del que todavía sale a cartonear. Todos reunidos en el mismo lugar.
Era un salón lleno de mesas, todos sentados de a 6 para poder verse las caras. Algo parecido a un casamiento pero sin saber si estaban ahí para festejar o para gestionar el duelo en pleno funeral.
Se vieron las caras y las manos, las joyas y los despojos, los amuletos y las medallas. El silencio inauguró esa ceremonia en la que ninguna máscara, ningún rol, ningún estandarte ni apellido tenía preponderancia a la hora de hablar. No había maquillajes, ni botox, ni siquiera manteca de cacao.
Hace siglos, desde la eternidad casi, que no había un encuentro tan desnudo y despojado. A este encuentro no asistieron los medios, porque no había necesidad de mediar nada. Era un encuentro uno a uno en mesas de a seis y un único relato: la realidad.
Difícil les fue a varios ir con otra cosa que no fuera la verdad. Lorenzino no pudo volver a decir que el Indec medía bien la inflación ni reafirmar que en Argentina con seis pesos se come, pero esta vez no se pudo ir. No es que en las mesas había telépatas, o videntes, o viejas sabias. Es que al hábil mentiroso en esta fiesta, las personas de carne y hueso, le fisuraron su malparida impunidad.
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