Cocinar y escribir me generan ansiedad. Soy yo y el mármol. Son mis ojos que van y vienen buscando la frase perfecta para arrancar. Y es el cursor de mouse que titila frenéticamente en mi computadora. Lo odio. Y me entrego, al mármol que está frío y al teclado que canta "clac, clac, clac".
Fui adolescente a los 10 años, doliente y hormonal, pero no rebelde. Vivía en una casa grande, con jardín y ventanales que eran un regalo a la vista. Iba al colegio a la mañana, temprano casi de noche, pero podía faltar para ver cómo llovía y se inundaba el hoyo ocho de la cancha de golf que estaba en frente de casa.
La hora de la siesta era sagrada en el pueblito peronista de Los Polvorines. A mi nunca me salió, así que miraba programas de cocina y anotaba las recetas, con el volumen bajo para que nadie se apiolara de que estaba escapando al sistema.
Era una casa que quedaba aislada de las otras 40 familias que estaban en la misma que yo, pero con chicos que iban al colegio de doble escolaridad. Así que la creatividad y el ingenio estaba en cómo cambiarle la lista del súper a mamá, una muestra explícita de la escasa maldad y rebeldía que tenía para algunas cosas.
Brownies, Lemon Pies y Apple Crumbles, tenían los ingredientes más fáciles de disimular. Un par de huevos, azúcar, manteca y harina endulzan la vida y ayudan a despertar los cinco sentidos aletargados en algunas siestas. Huevos, creo que sobre todo los huevos nos cambian la vida.
Aprendí a cocinar de todo, pero de prestado. La receta de mamá, de mi abuela o de Juanita, la señora que trabajaba en casa. Varias recetas de Utilísima, los excesos de Maru Botana y los hits de Osvaldo Gross. Pero hacer pan es otra cosa y juro que me da terror. Es la mutación que hace la masa cuando la levadura se adueña de ella y le pide espacio. Es el vaivén hipnótico del amasar contra el mármol frío y es también mi tradición romana y católica que hace que el pan sea sagrado y no se le pueda pifiar.
Pero en la vida, como en la cocina, a veces hay que animarse y tirar al tacho recetas que no te salieron bien. Y en la intimidad de ese aparente fracaso, con la frente alta y bastante fe, tendrás que pasarle el trapo a la mesa, volver a pesar los ingredientes de tu receta y animarte a empezar otra vez.
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