jueves, 18 de octubre de 2018

Eterna Recursante

Estoy a punto de descubrir por qué la maternidad me parece tan exigente. Siempre escribo para encontrar las huellas que me llevaron hasta algún lugar y pobre maternidad, le puse enseguida un adjetivo como si ese fuera el único rol que me agota. Bueno, casi.

Creo que, cuando soñamos esta familia, algo se disparó y volaron por el aire los escenarios que no incluyeran estar en lo cotidiano de mis hijas. Amo mi profesión y, aunque, la maternidad muchas veces es aburrida, prefiero estar freelanceando desde casa, enchinada y sin muchos beneficios.

Creo que no hay marca en el mundo que le gane a llevar o buscar a mis hijas del colegio. Bueno, nunca digas nunca. Eso lo voy a pensar, hasta que las chicas me digan que prefieren ir en pool o ir con fulana de tal y, en ese momento, tendré que convencerme de otra cosa o volver a hacer terapia.

Yo sé que no hay nada extraordinario en llevar a las chicas al jardín, más bien muchos tironeos, amenazas estúpidas por si no se lavan los dientes, las manos, la cara... por si no se dejan peinar o por si quieren cruzar la calle saltando las rayas blancas de la senda peatonal. Y entonces entiendo mis ojeras, mi dolor de espalda, mis arrugas en el entrecejo, lo parecido que sueno a mi mamá y a muchas otras mamás enojadas y hartas, que alguna vez critiqué en mi vida sin hijos.

Siempre pensé que criar hijos era una tarea de segunda. Que lo realmente trascendente era dejar todo por ese puesto que justifica tanto curso, tanta lectura, tanto benchmark que hago igual, entre gritos y flautas. Y realmente, no estoy segura de qué va a pasar el día que realmente tenga al alcance de la mano ese laburo soñado, cuando tenga que organizar la ida y vuelta de mis chicas a su colegio sin poder encontrar amigos nuevos para Vlac ni frenar en todos los kioscos al ruego de "¿otro día me comprás?" (porque vengo esquivándolos con mucha cintura).

Creo que la maternidad es mi cliente más exigente. Es el desafío más grande, es el final que doy todos los días como si fuera una eterna recursante de una materia que no voy a aprobar. Y digo maternidad porque es lo que realmente atraviesa todo el resto; es lo que me define aunque no sepa bien qué es, ni cómo se hace, ni cómo se usa.

Espero que mis chicas no se hagan cargo de este mambo. Que ellas se acuerden de las cosas buenas y no de las caras largas, de los gritos, las amenazas... de ese chirlo que alguna vez se me escapó con tanta angustia, culpa y pedido de perdón.

Espero que se acuerden de mis manos, de mis besos, de mis abrazos y de los miles de te quiero, te amo hasta las estrellas, ida y vuelta, ida y vuelta. De los chuflos en el flequillo, de los vestidos rosas, de los sana, sana colita de rana.

Que se acuerden de los chincho poroto y de todas las canciones que inventamos para no perder la paciencia tan rápido. Y de las canciones que tienen algunas licencias poéticas, porque mi memoria es mala y no me sé nada de memoria, nunca jamás.

Deseo que mis hijas entiendan lo antes posible que su mamá es un ser humano, que está muchas veces saturada y que, cuando el día no es de los buenos, se va a dormir rezando "mañana puede ser mejor". Y que elige ser la que pierda la paciencia con ellas, aunque le genere mucho dolor.

Y espero también que siempre estemos juntas, buscando amigos para Vlak, frenando a ver las golosinas de los kioscos, diciéndonos tantos "que descanses". No me imagino un futuro mejor ni mayor recompensa a tanto bochazo, a tantos repasos que hago a la noche con Papúm, a ver si aprendo la lección.

Este texto es para mí, está claro. Pero aprovecho para desearles un Feliz Día a todas las mamás, especialmente a las que hacen lo que pueden con lo que les toca, a las que recursan, a las que siguen tratando de hacerlo mejor.

Como yo.


Mi belleza colateral


Nada grita más fuerte ¡Victoria! que el silencio de mis hijas cuando recién se duermen. 

A ninguna le gusta dormir; tienen pesadillas desde muy chiquitas, entonces la rutina suele ser de a tirones, hasta que logro que se metan en la cama y me presten cada una un almohadón. Entonces, me tiro en el medio de las dos como el buen Salomón sugiere - y con las patas sobre la mesa de luz a ver si mejora mi circulación- rogando que se duermen de una vez, a fuerza de mimos y de respirar. 

Les pido que se relajen, que piensen en algo lindo, que se imaginen una nube azul (antes se era un globo, pero un día Benja se lo pincho a Delfi en un sueño y eso fue una pesadilla imposible de superar). Y cuando por fin llega ese momento, en que una de las dos se duerme, me regalo unos minutos de exclusividad con la que todavía no se entregó y, metida con ella en la cama, vamos caminando juntas hacia un dulces sueños.... porque ninguna niñez dura para siempre.

Lindo, ¿no? Es la belleza colateral, de la que muchas veces no me doy cuenta por estar tan cansada “siendo”. Agradezco cuando me ilumino y Ave María mediante, me voy con el corazón contento a disfrutar de mi #HoraMagica.

Estas redes, para los que no pasaron por mi perfil, son de ellas y escribí esto para que, cuando sean grandes, tengan este lugar que les recuerde su niñez alegre y a sus padres que las amamos tanto, con el alma y el corazón, hasta el cielo y las estrellas, ida y vuelta, ida y vuelta.

Intensamente

Hoy fuimos tarde a la plaza y hacía frío. Este trío, que se mueve en bloque para todos lados, jugó, disfrutó y gritó un buen rato, aprovechando un poco el anonimato que regala una ciudad tan grande como Buenos Aires. 


Estos días de adaptación vienen intensos, especialmente para Delfi, que se da cuenta de que llegamos para quedarnos y, por primera vez en su vida, tiene que lidiar como un “grande” con sus sentimientos encontrados (y con el cansancio y los sentimientos encontrados de sus papás, digamos todo).

Lo que restó de la tarde fue un paso entre extremos, que viene siendo cotidiano pero al que no nos acostumbramos. Acá, los adultos, rogamos que pase, que evolucione, que hagamos el proceso tal como tiene que ser, porque todos estamos en eso.

Y me detengo en esto, con esta foto espontánea de un momento en la plaza mientras la estábamos pasando re bien: Es impresionante cómo todos los sentimientos desbordan a un ser tan alegre como Delfi y cómo la palabra la descomprime, aún cuando la enfrenta a su vulnerabilidad.

-“¿Extrañás?”
-“Si, extraño”.
-“¿Qué extrañás?”
-“A Valentina, a todos los que están en Bariloche, a mis amigos, a Pedro, a mi seño”.
Y tiene 4 años, nada más ni nada menos, y un mundo interno que, a veces, desconocemos o subestimamos, pero que ahí está expresándose, dejándose estar.
-“¿Querés que mañana los llamemos, como hacíamos en Bariloche que llamábamos a nuestra familia de acá?”
-“Si”.

Y así, mandó algunos mensajes de audio, bajó la guardia y se predispuso a que le lea el cuento de casi todas las noches, antes de dormir.

Y aquí mi moraleja: Siempre que escuchemos “Sean como niños”, que se nos despierte esto: darle lugar, espacio, expresión y palabra a lo que nos pasa.

Y que tu vida, Delfi, sea Tierra Sagrada en dónde nosotros que somos más grandes, descalcemos los pies.

Un beso grande a todos los que extrañan, siéntanse acompañados en esto.

#Delfi #AmorTotal #4Años #BackToTheCity

sábado, 8 de septiembre de 2018

Despedida del paraíso (y de esa quien fui)

Este texto lo empecé a escribir un día después de cumplir 3 años viviendo lejos de casa. Bariloche me regaló un día lindo- lindo, lindo-, de esos que te frenás un rato en la calle y decís "wow, me vine a vivir al paraíso". Pero...

- "Uff, lo que daría por estar en casa".
- "¿Cuál es tu casa?", me peleó el lado racional, ahí disfrazado de que tiene que haber una aclaración para todo.

Y empezó a sonar fuerte Buenos Aires. ¿Buenos Aires?

No es por el delivery del super. No es por las veredas que invitan a pataperrear con cochecito. No es por el cine 3D. No es por el quilombo.

Mi vida como desarraigada no se puede resumir en 140 caracteres. No todo es blanco o negro, ni existe receta o frase taxativa que me funcione de slogan mental para responder por qué nos volvemos, por qué arrastro a mi familia a un lugar que es un desquicio.

Y es porque el desarraigo me cuesta.

Me cuesta no tener a mi familia a mano, me cuestan los amigos lejos, me cuesta esa manera natural de compartir la vida con los mios.

Me cuestan las despedidas que no tuve y las bienvenidas que no dí. Me cuesta el pánico de dejarlo todo, ahora también.

Y me cuestan los lugares vacíos que todavía no están llenos, no haber nacido acá para disfrutar más la experiencia que queríamos regalarle a nuestras hijas.

Estos últimos meses fueron difíciles, de muchas preguntas, de muchos bajones, de muchos tirones, de muchas cosas buenas que valoré.

Fue ir abriendo mi corazón a que, quizá, el desarraigo era mucho desafío para mi. De hacerme cargo de que vivir en el paraíso, capaz, no era suficiente. De que no puedo dar a mi familia aquello que no tengo en mis manos...

Hoy, a poquitos días de volver a esa casa que un día dejé, pienso que también me voy sin un pedacito de mi o con muchos pedacitos nuevos, ¿quién sabe?

Entre la nostalgia y las dudas, entre la emoción y la ansiedad, me quedan un montón de gracias por dar.

A ese lago azul y a las montañas inmensas.
A la quietud del pueblo (que voy a extrañar).
A las vivencias de mis hijas, patagónicas de pura cepa.
A las oportunidades que tuve.
A las personas que conocí y que tienen un lugar especial en mi corazón.
A todos los que me la hicieron más fácil y a los que me la hicieron muy difícil.
A los que no se movieron de ahí.
A los que nos despiden y a los que van a recibirnos.
A los que vamos a volver a visitar.

Pero, sobre todo, al desafío y la gimnasia emocional de estos 4 años...

¡Gracias! Esta porteña enamorada de la Patagonia ya no es la misma de antes.