Escribo estas líneas a modo de cierre definitivo. Después de más de tres años de silencio, tras haber dejado la voz en unos gritos por Whatsapp, digo "fin". Así, tan cortito y liberador, tres palabras que dicen que toda nuestra historia terminó.
Ya no importan los veranos en Mar del Plata, ni los apodos que pusimos a nuestros abuelos, ni las escondidas en las noches de Navidad, estoy lista para decir adiós.
Quiero decirles que intenté darle una vuelta. Invertí en ustedes sesiones chamánicas, de biodecodificación, de psicomagia, de constelaciones, de meditación para cortar lazos, por nombrar solamente los gastos más significativos.
Hablé de ustedes con bronca, con saña, con empatía, con desilusión, mientras esperaba ese llamado.
Resignada, me doy cuenta de que mandar este mail podría haber sido más efectivo y barato, pero esperaba sus disculpas. Pero eso no pasó y acá estoy, invisible, ensayando un ritual de paso.
Es triste este momento, por lo menos para mí, pero es difícil ignorar cuando estás de cara a la verdad. “Cada familia es un mundo”, me dijeron más de una vez a modo de consuelo, como si no fuera desgarrador quedarse sin piso. Más de una vez me preguntaron por ustedes y, cada vez, dí la misma respuesta: “no tengo idea, desde que se murió mi abuela y decidieron quedarse con todo lo que era suyo, no sé nada de ellos”.
Quizá hubiera sido más diplomático ensayar alguna respuesta vaga, pero mi historia era la piel de una leprosa que se caía, cada vez más.
Nuestra pelea no debería haber sido por Whatsapp; tendría que haber sido algo más teatral, más escandaloso, más dramático. De esa manera, nadie se hubiera animado a preguntarme por ustedes, con una sonrisa, como recordándome todo lo bueno que alguna vez fue. Había con qué salpicar, pero preferimos la intimidad de los mensajes de voz.
¿Fue real? ¿Fue sincero? ¿Fue suficiente? Claro que no. Por lo menos, esto último: no fue suficiente relación como para evitar meter mano donde no les correspondía.
En esos recuerdos y en esa vajilla; en los cuadros y cristalitos de Swarowsky; en las arañas y el mapamundi del Abuelo; en esas fotos de mi papá, que hace quince años no existe y que deben estar arrumbadas en la sombra de quien alguna vez fue querido por todos.
Querida ex familia, para mi no es fácil apretar esta tecla, pero es necesario. Ya no hay posibilidad de dar marcha atrás, perdí todas las astillas. Hace tiempo no ensayo esa charla que, en su vehemencia, transformaba la bronca en perdón. Hace meses que mi cabeza no escucha sus voces tratando de defender lo que, para mi, siempre fue indefendible. Hace tiempo que lo que está roto, deja entrar luz.
Aprieto "enviar" y, en ese click, se va toda la perorata acumulada por años y años. Se desarma en estas líneas una relación que se mantenía frágil, pero que permanecía en su lugar, como la peluca de Tarántula.
Querida ex familia, ya no habrán Navidades, ni veranos en Mar del Plata, ni las escondidas que podrían jugar nuestros hijos. Tan solo queda la memoria de algo que nunca fue.
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Listones de cristal
Cierro la puerta y todo empieza a salir de su escondite. Nada parece tener mucho valor y, sin embargo, se siente vital. La luz es brillante y entra por una ventana que deja ver un cielo gris.
Bolsas de residuos, negras, con juguetes rotos. Un cartel pegado con cinta y una leyenda breve: “donar”. Pienso en esas chicas, que jugaron tanto sentadas en ese piso… y ahora se van, sin entender los por qué.
Subo las escaleras y está la habitación principal. Dos valijas con ropa de media estación están sin hacer; un bolso con vestidos de fiesta ven sus últimas luces. No saben que, en poco tiempo, ese brillo quedará guardado para siempre en la baulera, hasta que la humedad los lleve a su próximo destino.
El cuarto de al lado da al jardín. Se ven los rododendros, los rosales, el roux, todos expectantes de la próxima primavera. Enterrados, los tulipanes que esa familia nunca verá florecer. Los plantaron las hijas como una promesa de permanecer.
Esta familia no piensa volver y, sin embargo, deja sus cosas ahí. Es el castigo de saber que parte de ellos quedará, por siempre, lejos.
La consigna es clara: llevar lo mínimo indispensable para construir un hogar en otro lugar, a mil seiscientos kilómetros. Dicen que el viaje más largo es hacia el alma y, sin embargo, esos mil seiscientos kilómetros se sienten como un vacío infinito, gris, negro. Se siente pesado, apretado, hipóxico. Se siente liberador.
La familia se va unida, con culpa y con desesperación. La expectativa es básica: volver a respirar, a sobrevivir, a sonreír.
No hay espacio para los libros; esos compañeros elegidos desde la juventud, se quedan custodiando un pasado al que no se volverá. Una lámpara restaurada, recuerdo de un padre que murió, queda amurada custodiando todo desde el piso más alto.
Se escucha el silencio del dolor, de la tristeza por un sueño roto, de las raíces que no llegaron a enterrarse. Se escucha la derrota de una madre que no pudo darlo todo. Se escucha el silencio de esas hijas que abarcaban ese lugar.
Cajas desordenadas, sin rótulos claros ni una dirección de destino. Un padre que solo mira el futuro… avanza, con una mezcla de resignación y fe.
Gente colabora y, sin embargo, esta familia está sola con su vacío, con su miedo, con su frustración. Un mate acompaña el caos. Un perro custodia la puerta y espera, atento, para subirse al auto y recorrer la ruta hacia lo desconocido.
Escucha los susurros, los rumores. “No estoy de acuerdo en que se vayan”; “es imposible vivir en ese lugar”; “no entiendo”; “la culpa es de ella"; "nunca quiso venir”. Son semillas que empezarán a brotar en primavera, que romperán todo, que no se llegarán a podar. Y, sin embargo, las ignora. Vio la intimidad de esa familia, compartió los dolores, acompañó su soledad.
Cierro la puerta y me despido de ese lugar.
Quiero recordar esa vida feliz, ese pasado significativo, ese proyecto que valió la tristeza. Quiero escuchar las risas, los sueños, los amores con vista a un paisaje imponente.
Quiero sentir la fuerza de lo imposible, la vibración del hilo de plata.
Quiero pararme en los listones de cristal que sostuvieron todo.
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No sé bien en qué momento me sentí más derrotada, pero claramente la batalla diaria de la maternidad la perdí desde lo más profundo de la hegemonía.
Me dispuse a escribir estas líneas, aprovechando un ratito entre baño y baño. Las seis y media de la tarde es el horario del demonio en mi casa. Sin embargo, creé un ambiente con la música de la última serie que vi, puse luces bajas, busqué la soledad de mi sillón y me senté a escribir.
Antes de copiar y pegar la consigna, ya tenía apoltronada a mi lado a mi hija de 5 años. Buscó el control remoto, indiferente del ambiente cool y reclamó que veamos juntas la misma serie que está de cortina de fondo hace un mes. Concedí, por culpa, por cristiana, porque hoy trabajé todo el día y no llegué a buscarla del jardín. Porque su abuela la llegó a buscar tarde y se quedó por segunda vez sola, sentada en la escalera. Obviamente, la abuela me estaba haciendo la gauchada, así que no podía trasladar la frustración. Apagué mi música que había quedado en segundo plano, le expliqué que tenía que escribir unas cosas pero que me quedaba a su lado, haciéndole un poco de compañía.
Antes de terminar el primer párrafo, volvió a interrumpirme. Esta vez, para que la ayude a buscar el capítulo de los planetas porque ella sola no lo encuentra y yo, la cito, “sé buscar mejor”.
Nunca encontramos el capítulo de los planetas, tampoco soy tan buena en eso.
Esta semana la empecé con la heladera vacía en una clara muestra de que los días sin colegio nos llevaron puestos. Mientras me capacito en cómo usar correctamente el lenguaje inclusivo y organizo un evento para fomentar la inserción de mujeres en tecnología, hice el pedido de la verdulería, la carnicería y la pescadería. Pero me quedé sin leche y solo quedan dos rollos de papel higiénico.
Mi hija mayor, con casi 7 años, llegó del colegio rengueando como un perro. No me asusté porque antes de poner un pie en casa ya me había llamado el Director para anticiparme el siniestro. Le limpié el raspón, le puse una curita, y le llevé su merienda en bandeja, para hacerle un mimo mientras veía un rato de tele.
Concentrada en otra cosa, tiró su chocolatada en el sillón, se ofendió por mi grito para que reaccionara y trajera un trapo, y me lo devolvió mientras iba compenetrada en dar un buen portazo. Se encerró en su cuarto, algo que a veces me da un poco de risa y me incentiva a comprar millas aéreas, de cara a su adolescencia.
De ahí, en adelante, una atrás de la otra. Para mostrar su enojo, terminó revoleándole un almohadón a su abuela, que había pasado a dejar a su hermana, pidiéndome perdón por la tardanza.
En mi límite, hice check en toda mi lista: acercarme firme, exigirle una disculpa sentida y mandarla a su cuarto. Pero después me dí cuenta que no eran ni las seis y, para evitar que se quede dormida antes de comer, la mandé a que limpie los platos que usamos a la hora del té y los deje tan brillantes como le gustaría que quede su cabeza.
Esto último, se lo dije con vos serena, para mostrar que hay ciencia en mi estrategia. Obvio que no me creyó, pero obedeció porque se había quedado sin margen.
Mi marido entró apurado a casa, un “hola” y la puerta cerrada de su estudio me dieron la nota de que hoy es día de Master… ¡Yujuuuuu! Me toca encarar sola las dos o tres horas que quedan por delante.
Y acá sigo yo, escuchando de fondo la serie que está como cortina hace un mes, pero cada vez más acorralada, con mis dos hijas a los costados y el perro en el camastro del sillón.
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Era soltera en un grupo de quince casadas. Casi pisaba los treinta, pero sentía la adolescencia desprejuiciada que nunca tuve. Encerrada en libros, finales y obligaciones, era la primera vez en mi vida que no tenía que rendir exámenes. Sin embargo, sentía más que nunca la necesidad de abstraerme.
Tener una vida marcada por los exámenes es igualmente limitante como liberador. La rutina es clara: todo está puesto en la obligación de rendir, de performar. Es la excusa perfecta, incuestionable, para no mirar de frente que la vida sigue su curso. Para ser invisible.
Mi adolescencia y temprana juventud fue un vaivén entre la soledad de una familia disfuncional y el abismo por la muerte de un padre. A los cinco días de cumplir veintiuno, despedía a mi papá para siempre y mi mamá se mudaba a mil seiscientos kilómetros de distancia.
Al poco tiempo, se terminaba el noviazgo con el que alguna vez soñé un futuro posible.
Entraba en una espiral de inestabilidad que solo era sostenida por mi rutina de trabajo, facultad, estudio. Absolutamente limitante como liberador, por fuera, mi vida era de porcelana.
Cuando desperté, era una profesional sólida que tenía que dar sus primeros pasos en la soltería. Y era una soltera en un grupo de quince casadas.
La Blackberry era una extensión de mis dedos. Hiperconectada, decía mi bio de Twitter. Mis amigas no entendían cuál era la necesidad de tanta interactividad. La soledad, el miedo, la incertidumbre. Salía y me divertía; vivía la vida que ellas no tenían; traía anécdotas a los sábados de fútbol, para que también ellas experimentaran de forma vicaria una soltería menos conservadora.
Un tweet me llevó al primer libro de 50 sombras de Grey. Una chica hablaba con pudor y, otras, le contestaban tímidamente que también estaban que ardían.
Bajé por las escaleras, caminé los cien metros que me separaban de los ruidos de la avenida y encaré a la librería de la otra esquina. Sin darle mucha charla a José, que ya conocía mis gustos en literatura, le pregunté por ese libro como si fuera un encargo de alguien más. Pagué en efectivo y me lo llevé envuelto para regalo.
Leí el primer capítulo el viernes después de comer y, esa noche, no salí. Descubrí que podía tener un affaire con Christian sin tener que pagar el taxi de vuelta a casa. Yo también escribí un tweet.
Enamorada del chico de vida difícil que quiere ser mejor por amor, compré la segunda parte. No era tan buena, porque ya se había perdido la sorpresa, pero era compañía. Christian seguía intentando comunicarse mejor, resolver sus problemas para mantener el amor de Anastasia.
Mis amigas no sabían de Christian y me presentaban a cuanto amigo soltero daba vueltas por ahí. Estaba aburrida, decepcionada, distraída y no encontraba a quién decirle “si”.
No es que todos entraran en la misma bolsa, porque con muchos me divertí, a algunos estimé, a alguno quise, pero faltaba ese aire fresco que solo sentís cuando hay amor.
Un día conocí a un colega. Hablamos de trabajo, compartimos obviedades de nuestra vida laboral, de lo único que teníamos en común. Su sonrisa franca ocultaba su soledad y nos hicimos amigos sin compartir nuestro desamor.
Ese amigo me regaló el tercer capítulo de 50 Sombras de Grey ni bien salió a la venta. Yo no estaba esperando ese lanzamiento, no estaba atenta a qué era de la vida de Christian Grey. Pero amé el gesto, el desinterés, el que me hubiera visto, escuchado y tomado en cuenta.
Después de muchos años dejaba de ser invisible, al menos para alguien. Y respiré ese aire fresco que solo sentís cuando hay amor.
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Eran las 6 de la mañana y todavía no sonaba el despertador. Ya estaba despierta, ese día sería especial: nacería mi primera hija. El nombre estaba elegido, el bolso estaba hecho, el día anterior habíamos hecho el famoso Desayuno de campeones. Esa mañana sería la última que compartiríamos los dos solos.
El embarazo fue de libro, ecografías y estudios, todos en su rango normal. Algunos antojos, los panchos de cualquier kiosco roñoso; un flan con dulce de leche, bien hecho; una cerveza una vez por semana.
Esa noche había sido especial, nos rodeaba el silencio, los nervios, lo desconocido.
Sonó el despertador, como una clave de que comenzaría el ritual. Ese día no debería desayunar por las dudas de ir a una cesárea. Estaba entrando en mi semana número 41 y la instrucción sería internarme a las 8 para comenzar la inducción al parto.
Todavía no nos habíamos levantado de la cama cuando mi teléfono sonó por primera vez: “Mery, no te levantes, a Mariano lo acaban de llamar por un parto, así que te llamo cuando esté por terminar. Aprovechá para descansar un rato más”. Lo imposible del pedido, la ridiculez del momento. No le habíamos dicho nada a nadie para evitar ansiedades ajenas. Eran las siete de la mañana y ya me había bañado, secado el pelo y repasado con la planchita. Ese día, decía la frase de Pinterest, conocería al amor de mi vida.
A las ocho me suena el teléfono otra vez. Tamara me avisaba que Mariano me pedía que me internara a las once, pero que ella no podría ir, que iría alguien más. Menos mal que no había hecho vínculo con Tamara, sino, el día más feliz de mi vida hubiera tenido un sabor amargo. Pero no, le mandé un beso grande y abrí la puerta para dar los primeros pasos hacia la maternidad.
La burocracia de la clínica me mantuvo en un estado racional. No podía pensar o sentir mucho, solo estar atenta a no equivocarme al llenar el formulario. Me pregunto si todo eso no podría haber sido antes y no el día en que por fin conocería al amor de mi vida.
En esa clínica se había muerto mi abuelo, así que era como completar algún ciclo de la vida o algo así. Ese día, Tito debe haber obrado desde el más allá, porque nos dieron una suite que era más grande que nuestro dos ambientes de Gorriti y Dorrego.
Sin partera conocida, pero en una buena suite: la vida nos compensaba de una forma peculiar.
La nueva partera parecía chiquita. Una voz finita que hubiera sido irritante si la hubiera conocido antes. Su uso de los diminutivos, que no tolero, y el que me dijera Mami por primera vez grabó, contra todo pronóstico, una imagen dulce en mi memoria.
Acostada en una camilla, con las sopapas del electro conectadas, el dispositivo que mide el oxígeno y el gotero para la inducción en mis venas, algo empezó a cambiar. Se materializaba todo lo que se venía y, por primera vez, quedé helada. Según la partera me bajó la presión y tuvieron que esperar a que me repusiera para que comenzaran a pasar las drogas. Según mi marido, estaba blanca como un papel. Nunca lo había visto mirarme con tanto amor.
Este tiempo entre la oxitocina y el nacimiento de mi primera hija no lo recuerdo muy bien. Solo la llegada de mi obstetra, su recomendación a que fuera a una cesárea, hizo de ese paso sin dilatación ni contracciones, un parto sin dolor.
Recuerdo la cara de Delfi cuando nos vimos por primera vez, el calor de su cuerpo, las ganas de no dejarla ir. Recuerdo su olor recién bañada, sus pelos crecidos, lo rosado de su piel. Recuerdo el vigor de su llanto, la delicia de sus ruidos al lactar, sus dedos agarrándome la mano para siempre. Recuerdo haber sentido miedo por primera vez en mi vida. Recuerdo haber conocido, por primera vez, qué se siente conocer al amor para todos los días.
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El día anunciaba lluvias intermitentes al mediodía. Precavida, eligió ponerse botas de goma, piloto y llevar el paraguas en la cartera. No le pasaría otra vez; el meteorólogo no se burlaría de ella. La última vez que había llovido en Buenos Aires, ella había quedado atrapada en un bondi amarillo, en el medio de Juan B Justo y Santa Fe. El agua había inundado todo y entró al colectivo.
Estaba repleto de gente, pero ella viajaba sentada porque se había subido a la altura de Coghlan. No recuerda cuánto tardó en entrar en su casa, empapada, sudorosa, con miedo y adrenalina.
El solo hecho de volver a pasar por algo así, la paralizaba.
Ese día estaba repleto de reuniones. Empezaba en el barrio de Belgrano y terminaba en Microcentro, en la sede central del Banco Galicia. Sabía que, si a esa hora no había llovido, sus clientes le gastarían un par de bromas.
Ya tenía confianza con ellos, así que era un escenario previsible. Pero no le importó; tenía con qué retrucarles.
Al mediodía cayeron algunas gotas, lo que obligó al taxista a prender los limpiaparabrisas. ¡Estaba salvada! Aunque el meteorólogo había exagerado, el piloto y el paraguas no estaban de más. Las botas si, pero las había comprado en su último viaje, a Estados Unidos. Se sentía canchera.
Salió de su reunión a las cuatro y cuarto. El nuevo taxi esperaba en la puerta, listo para llevarla al banco. El cielo parecía amenazante, quería chispear otra vez. El aire húmedo, cálido, anunciaba una linda lluvia de otoño.
Entró a la sala y no pasó desapercibida, todos conocían su historia, la del 41 que se quedó clavado en medio de Palermo. Algunos juraban haberlo visto en la tele, otros levantaron apuestas; otras le recomendaron algunas magias para destrabar el shock. Aceptó todo con liviandad, aunque lo de las magias le pareció un poco exagerado.
La reunión transcurrió con total previsibilidad. El proyecto estaba encaminado, no había mucho por qué preocuparse. Con suerte, en un par de semanas, estaría todo online y podrían agendar una nueva reunión y levantar algún brief. Pensaba en esto mientras avanzaba en el taxi rumbo a su casa. La calle estaba trabada, pero pronto entrarían en la avenida y todo fluiría mejor; todo era parte de una rutina, por la hora y porque Microcentro suele ser un caos. Escuchaba la radio de fondo, Ari estaba diciendo no sé qué de la espiritualidad. En ese momento, se sumó al ruido ambiente el pam pam de unos bombos. Miró al taxista y no dijo nada. De repente, todo se frenó a cero. El Polo Obrero se leía a lo lejos y muchas siglas que no tenían sentido para ella.
La gente que caminaba por las veredas se desviaba: ya no querían avanzar hacia la 9 de Julio. Las calles angostas parecían una mejor opción para salir de ahí, pero nada se movía y no había posibilidad de dar marcha atrás porque estaban a mitad de cuadra. Solo se veía el movimiento de las banderas rojas, allá a lo lejos.
La gente era diversa: gente joven, algunos adolescentes; gente vieja ajada por el sol. Chicos saltando en la vereda, bebitos en sus cochecitos. Algunos gordos, muy gordos. Nadie tenía ni paraguas, ni pilotos ni botas de goma.
Era la primera vez que se quedaba en medio de un piquete y la sensación era incómoda para una chica que siempre se había considerado democrática y progresista.
De repente, un chico que no tendría más de catorce años, cortaba la calle. Su gorra blanca, sus ojos negros, su canguro verde y sus bermudas grises, sus zapatillas impolutas, todo desentonaba el estereotipo del piquetero del Polo Obrero. La vio, su cara desconcertada seguramente le habrá dicho algo. La miró y le hizo una seña, como diciéndole que ahí mandaba él.
Se sintió atrapada, sin saber cómo salir de ahí, como ese día que el agua tapó sus pies en el 41.
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Aspavientos van, aspavientos vienen: sus manos son dos abanicos contando una cita con un amor que no será nunca. Intenta convencerme, pero ambas sabemos que esa proyección nunca ocurrirá: que ella no está tan enganchada y que él no es tan buen partido. Enciende un cigarrillo y acomoda con mucho cuidado su encendendedor amarillo adentro del paquete. Con el filo de la mano, acomoda su flequillo milimétricamente cortado. Moja sus labios en la cerveza y retoma los aspavientos, al son de la cantinella de lo que ambas sabemos que nunca será.
A este chico lo conoció laburando, en uno de esos eventos a los que no iría si ya hubiera encontrado su amor. Pero teniendo en cuenta la situación, y que está en una industria absolutamente plagada de hombres con guita, independientes, exportando sus servicios, sería una idiota si dejara de ir.
Esta vez la acompaño yo. Un poco, porque no tenía nada que hacer y, otro poco, porque las solteras somos pocas y nos rotamos para que nadie quede sola. Conocemos cómo corroe esa soledad, por eso asentimos y sonreímos entre tantos aspavientos.
El lugar está bueno, es un galpón grande y tiene ese no se qué gritando juventud y gritando guita. Los pibes empilchan bien, algunos medio nerd, otros rotosos con marca, otros más cool, achupinados al huevo como diría mi tía Mirta.
“Esto debería ser pescar en un estanque”, pienso cuando pongo un pie adentro. Pero no. Nadie nos mira, ni nos registra, ni siquiera haciendo la regla del uno, dos, tres. A veces pienso si no debería volver con Miguel, que no me gustaba tanto pero teníamos algunas cosas en común. Nos gustaba comer sushi los viernes a la noche mientras veíamos una película, los sábados hacer programas con amigos, los domingos almorzar en familia, los feriados agarrar el auto y salir a cualquier ruta.
Y mi amiga sigue contándome la historia de este fulano que le tira onda y con el que salió. Para mí, el pibe le pide favores y, como es medio sorete, la engatusa. La cita fue que le haga de más uno en un evento medio random, post trabajo. Un festival de algo que sponsoreaba su laburo y que él hacía de jurado, o algo así. El programa estuvo bueno y, como no conocían a nadie, ella se apoltronó en la barra y, de vuelta en el taxi, le relató el lado b del evento cool. Le contaba de los fulanos que estaban ahí de queruza levantándose a las minitas de las agencias; a las minitas de las agencias que estaban ahí a ver si levantaban algún brief de algún cliente medio en pedo; los clientes medio en pedo que habían ido para chupar, estar con sus amigos del laburo, lejos de sus mujeres convertidas en mami, y tener falta justificada.
Mi amiga lo ve a lo lejos y se le transforma la cara, se pone nerviosa, incómoda. Las manos dejan de moverse, buscan otra vez ese vaso de cerveza y llevan a los labios una pitada final. Saca su chapstick y repasa su boca, va y viene, hasta completar tres vueltas. Y lo guarda cuidadosamente en el bolsillo de su riñonera de charol.
El aspaviento se modera, sus ojos se vuelven vidriosos, entre los nervios, la ilusión y el temor. Le agarro las puntas de sus dedos con mis dos manos, haciéndole el montoncito de apoyo, de acá estoy. Acompasa su respiración, me suelta para volver al vaso de cerveza, cambia de tema: que ese día lo vio a Miguel con una mina, que no parecía nada serio aunque las dos sabemos que eso puede ser el principio de todo.
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¡Hoy toca escribir un diálogo! Tamara Talesnik nos propone escribir una conversación entre tres personajes: entre dos de ellos hay una tensión y el tercero no sabe qué está pasando.
Era el sábado de una mañana fresca de verano. La quinta estaba repleta, "Un fin de semana de amigos" había empezado el día anterior. En la mesada de la cocina se veían los restos del asado de ayer: una tabla con carne, tapada con unos repasadores blancos con rayas azules y blancas; una bolsa con varios kilos de pan, desprolijamente cerrada; unas botellas vacías, de tinto, de cerveza, de fernet. El tacho de basura de reciclables ya estaba repleto.
La primera en despertarse fue Sabina, la hermana menor de la casa. Ella estaba de colada en ese fin de semana de amigos, se había sumado a último momento cuando se dio de baja José, uno de los íntimos amigos de su hermana, dando una excusa vaga que solo tapaba que su novia no lo dejaba ir.
Sabina puso la pava eléctrica y preparó un mate, mientras que se comía un pan para absorber un poco del alcohol.
Esta vez, más que un fin de semana de amigos era uno de reencuentro. Muchos ya no se veían tanto, se habían vuelto a sus provincias y, uno de ellos, a vivir al exterior aprovechando una visa de work and travel.
Ni bien se abrió la convocatoria, todos reservaron su lugar, incluso José, aún sabiendo que no iba a terminar yendo porque ese encuentro no permitía parejas. La regla era arbitraria, pero le daba una mística diferente.
- "Buenos días", dijo Nico apenas levantando la mano.
Sabina se río, un poco por la pinta y otro por vergüenza.
- "¿Querés un mate?", le ofreció.
- "Ahora no, gracias. Necesito un poco de agua y pan. No falla."
El día estaba claro y cuando Nico abrió la puerta, entró una brisa que alivianó todo.
Se sentó en el escalón de la galería, dejando que sus pies cayosos se entibiaran con el sol. La noche había sido intensa, la recordaba divertida, emocionante, pero algo lo incomodaba y estaba un poco confundido.
- "¿Me puedo sentar o te molesto?", preguntó Sabina mientras hacía que se tomaba un mate.
- "¿Molestarme? ¿Por? ¡Sentate, nena!", y le envolvió el cuello con su brazo, como haciendo una maniobra de lucha libre.
En ese momento, se abrió la puerta que daba al living y aparecieron juntos Eugenia y René. Ellos habían sido novios en la facultad pero no había resultado, así que encontraron la manera de hacerse compañía sin lastimarse. René, con su parquedad habitual, agarró una botella de agua y, con un gesto de los suyos, avisó que se iba a duchar.
- "¿Todo bien entre ustedes dos?", dijo Eugenia mirando sobre todo a Sabina.
- "Si, ¿por?", dijo Nico mirando de reojo a Sabina.
Sabina se acopló a eso y no respondió. Eugenia la miró fijo, esperando que dijera algo.
- "Tenés una cara... ¿te sentís bien?", dijo Eugenia, ensayando una charla.
- "La verdad que me la puse ayer, ¿no? Debería haber tomado solo Fernet, ¡es que hace tanto que no me tomaba uno! Allá hay, pero nadie toma, son más de la cerveza. Si en un rato no se me pasa, me parece que voy a necesitar un ibupirac"
Eugenia miró nuevamente a Sabina, buscando complicidad, pero le esquivaba la mirada.
- "¿Durmieron bien?", Eugenia otra vez intentaba abrir un diálogo, pero esta vez los dos respondieron que más o menos, con una mueca.
Eugenia se dio vuelta y, caminando hacia la cocina, les preguntó si querían unas tostadas. Los dos siguieron mirando para abajo y, con una mano, dijeron que no.
- "¿Está todo ok entre nosotros?", dijo Sabina ni bien su hermana cerró el mosquitero.
- "¿De qué me hablás, Sabi?", le respondió mirándola fijo.
Siempre le había gustado pero era un cagón y ella tampoco le daba a entender nada.
- "De lo que pasó, ¿qué onda esta actitud tuya?"
- "Estoy hecho percha, Sabi. No pasó nada... ¿o sí? ¿Me puse pesado otra vez? ¿Dije algo que te molestó? ¡Soy un boludo, perdón!"
Sabina le sonrío.
- "No, ¿no te acordás de nada de anoche?"
En la cocina, Eugenia era el ruido de fondo hablando con el resto de los que se habían empezado a despertar.
"Se los veía re bien ayer. ¿Se la morfó o se comió los mocos?", dijo René, blanqueando un secreto a voces.
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escriban la ruptura de una relación en el momento previo al quiebre, cuando se sabe que no va más pero la separación aún no se concretó. Si quieren, vayan al futuro, usen flashbacks y manejen la tensión del presente: ¿por qué eso dejó de funcionar?
Eran las nueve menos diez y Marcos no llegaba. Martina se había prometido a sí misma que esa noche le pondría los puntos sobre las íes. Había repasado en su cabeza toda la charla del fin de semana. Cada día de la semana, lavando las ollas, desarmando y rearmando el placard, saliendo a dar largas caminatas por el lago. Miles de palabras que no le decían nada.
En este punto no sabía qué era realidad y qué no. En su diálogo interno, tampoco quedaba claro qué sentía. El silencio entre ellos los dos, la estaba carcomiendo.
La charla había empezado como un comentario al pasar. Marcos hizo un chiste, a ella le cayó pésimo y, antes de que él pudiera suavizarlo, lo había tomado personal.
Esa noche, cenaron galletitas con queso. Era la primera vez que llegaban tan lejos.
Cuando Martina se acostó, Marcos se hizo un sandwich que comió parado al lado de la heladera. Milagrosamente, no se le cayó ninguna miga, así que fingiría demencia si lo llegaba a increpar, también por eso. Él, también, tenía conversaciones mezcladas en su cabeza.
Martina, de pronto, escuchó el ascensor. Ese ruido la trajo al presente, a verse a ella sentada en la cocina, ensayando 3 palabras “Tenemos que hablar”.
En un microsegundo, buscó los conceptos clave: impuntualidad, desinterés, falta de colaboración y pocas demostraciones de reconocimiento. Se había mentalizado en no salirse de ahí, porque si le decía que sospechaba que estaba con otra, la iba a tratar de loca.
Marcos abrió la puerta, se sacó las zapatillas y dijo un “Hola” gritando, dejando entender que estaba escuchando algo en un celular. Últimamente, estaba todo el día atado a los podcasts. Martina creía que era una estrategia: como ella había acaparado la tele del cuarto, él había logrado mantenerse aislado con su celular.
Sin moverse de la cocina, Martina lo miró anonadada. “¿Tan poco le importo que se olvidó de que íbamos a hablar?”. Para ser su compañera fiel, su cabeza era bastante conchuda.
Respiró profundo como había aprendido en su último curso de mindfulness y le respondió “Nada es bueno ni malo, vivo el proceso y suelto el resultado”. Ese mantra lo había diseñado con su psicóloga hace más o menos un mes. Venían trabajando bastante el tema de la necesidad de control y sus picos de ansiedad, así que con esa frase se suponía que estaba reprogramando a su mente.
Estaba tan incómoda sentada ahí, que no pudo conectar con nada más. Se paró, buscó un vaso con agua y se mojó los labios. Se acercó al pasillo y vio que la puerta del baño estaba cerrada y la luz estaba prendida. Todavía no eran las nueve, así que le daría changüí.
Volvió a la silla, repasó los conceptos, respiró profundo y repitió su frase. Por un momento logró entrar en ese estado de confianza, de saber que todo es lo que tiene que ser, tal y como estaba escrito en las estrellas.
Marcos abrió la puerta y encaró para el cuarto. Un pasillo de menos de tres metros la separaba a ella de su futuro. Respiró y se paró. Necesitaba ese coraje: demostrarse que sola podía cambiar la dinámica entre ellos dos; que era la única artífice de su futuro; que si ella estaba bien, todo estaría bien.
Fue al lavadero, agarró su valija y, sin decir adiós, lo dejó de esperar.
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3 libros de autoayuda que no existen pero me encantaría leer
El reloj marcó la hora de dormir. La casa quedó en silencio, después de todo un día mentalmente bullicioso. Solo se escuchaba el ruido del camión de basura y de las persianas que comenzaban a cerrarse en el edificio. El día no había sido bueno, su visita a la AFIP había teñido de gris la buena racha de los últimos meses.
Había costado: durante casi un año su rutina había sido, exclusivamente, ir al local, atender a clientes, capacitar empleados y pagar a los proveedores. Pero dio sus frutos, porque el año cerró con algunas ganancias después de sangrar durante tres años.
“¿Quién me manda a hacer bien los números? ¡Hubiera preferido pagar karma que volver a ser deudora y, encima, de la AFIP!” Se propuso no prender la tele y dejar el celular junto con las llaves, en la mesita de la entrada. Necesitaba silencio, limpiarse de este sabor amargo, dormir bien para encarar con optimismo el día siguiente. Se dio un baño relajante, se hizo sus máscaras descongestivas, se lavó cuidadosamente los dientes. Necesitaba despojarse de todo lo que se le hubiera pegado, tanto física como espiritualmente. Se puso la crema que le regaló su mamá, esa de la marca francesa que solo usaba cuando tenía una cita, su ropa interior favorita y el pijama más suave. Necesitaba mimarse, contenerse.
Se acostó en su cama y prendió el velador. En ese momento, la sorprendió la presencia de tres libros nuevos, acomodados con prolijidad, uno arriba del otro.
“Las 3 claves para cagarse en quién te felpudea”, “Cómo evadir las tareas que no te generan dinero” y “No dejaré que te lleves mi plata”.
“¿Es joda?”, se preguntó. Se paró, caminó hasta la entrada y le mandó un mensaje a su mamá: “¿Fuiste vos la de los libros?”. El gesto no le pareció muy de ella, pero desde que había cortado con Andrés, era la única que tenía las llaves de su casa.
Su mamá no aparecía en línea, así que dejó el teléfono en su lugar, volvió al cuarto y se dispuso a leerlos.
El lomo del primer libro decía: “Una guía sincera y práctica para librarse de quienes se cagan en uno. Con este programa, en solo 21 días, logrará canalizar su energía para alcanzar una vida feliz, productiva y abundante”. Le pareció raro el enfoque y que, ese tono provocador, era un poco exagerado.
El segundo prometía: “¡Este libro te cambiará tu día a día! Aprenderás con ejemplos sencillos cuáles son las técnicas más innovadoras para maximizar tus beneficios, ayudándote a reconocer cuáles son las tareas que te generan rentabilidad y cuáles las que te alejan de ella”. Si esto era posible, no solo lo leería ella sino todo su equipo.
El último aseguraba: “¿Alguna vez fuiste víctima de un mal socio, de una pareja mezquina o de una institución vividora? Rompé las cadenas del el sistema parasitario en el que vos producís abundancia mientras otros se abusan de ella.” “¡La AFIP!”, pensó inmediatamente y se sonrió por la ironía.
Agarró el primero y comenzó a leer la dedicatoria. “Este libro se lo dedico, en primer lugar, a quienes alguna vez me felpudearon. Estoy segura de que no sabían el aprendizaje que dejaría esa relación. En segundo lugar, se lo dedico a los que, sin querer, felpudeé. Espero que este libro llegue a ustedes y que me encuentren pronto, para mandarme bien a la mierda. Por último, te lo dedico a vos, que por algún motivo estás leyendo este libro: espero que te libere y que aprendas a usar tu energía para alcanzar una vida feliz, productiva y abundante tal como hice yo”.
El plop del Whatsapp interrumpió el clima. Movida por la curiosidad, se levantó y caminó otra vez hacia la entrada.
Atípicamente, el mensaje era breve: “¿De qué me hablás, mi amor?”.
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escriban una historia donde el acontecimiento central o más importante ya pasó. Narren la vida de los personajes en el después y piensen de qué manera va a entrar en la historia la información del pasado reciente o lejano.
Eran las 18:10 y escuché su llanto por primera vez. Era desencajado, vigoroso, permisivo. Largué todo lo acumulado esos meses y empecé a llorar. No se si fue emoción o alivio, mi bebita Catalina anunciaba con todo lo que tenía que estaba acá.
Su embarazo fue vertiginoso. Varias ecografías dudosas, interconsultas con cardiólogos y especialistas me preparaban a una maternidad desafiada. Su llegada me dio permiso para dejar toda la incertidumbre detrás y ganar unas pocas certezas.
Me la trajeron enseguida para que la besara. Ese contacto, ese alivio, lo recordaré por siempre. Quería quedármela, apretujarla, contenerla. Quería sentir su calor, mirarla a los ojos. Necesitaba que ella me dijera que todo estaba bien.
Acá estaba su mamá y, desde ese día, sería un para siempre.
La llevaron para limpiarla y controlarla. Su corazón estaba bien; su cabeza impecable. Después de meses, estaba tranquila: esa era la revancha.
El tiempo que nos separamos está guardado en un lugar lejano de mi memoria. Recuerdo despertarme con el hormigueo de mis piernas, dos bloques de cemento que se convertían en gelatina.
Cuando nos reencontramos, estuvimos en silencio. Sus manitos eran tan chiquitas que no podía salir del asombro. Era mínima y era gigante. Era mi amor. Volver a experimentar la lactancia, era vivir algo totalmente nuevo.
Esa noche solo fuimos tres. Su hermana mayor, dejaba de ser hija única y, aunque a mi me daba culpa, era el mejor regalo que podríamos haberle hecho.
Cata durmió encima mío, toda la tarde y toda la noche. Yo había aprendido que los chicos crecen y que, en algún momento, estar encima tuyo no les parece tan cómodo. Así que disfruté sin presiones ese pedacito de maternidad.
No es que haya abandonado la culpa, solo que la asigné a otras cuestiones: un poco en no poder darle exclusividad, otro poco por no lograr que existiera el silencio en sus siestas y, otro poco más, en no tener la inexperiencia de una primeriza.
Cata creció y desmintió, uno a uno, cada pronóstico. Todo el embarazo había sido una cadena de errores. Estaba agradecida, pero también muy enojada. Sentía que le habían quitado esa paz que merecía. Esa conexión, ese amor.
Ella tiene una fuerza que revuelve y da vida a todo lo que toca. Tiene una voz, un punto de vista, un sentido estético, una ternura arrolladora. Es divertida y compañera, de ninguna manera es un ser normal.
Su inteligencia es única, su curiosidad una habilidad. Su color preferido hasta hace poco fue el azul.
Cata ahora tiene cinco años y, cada en cada etapa, renovó mis desafíos.
Después de un año sin colegio, Cata volvió con todo y avanzó a paso doble. La escritura es su gran amiga, ojalá se su mejor confidente.
Mi vida con ella siempre será desafiada, siempre. Será amigable y cariñosa. Yo siempre seré su mamá y ella siempre será mi bebé. Aunque me arrebate la paciencia, aunque me lleve al límite, aunque arranque mis ojos para que pueda ver a través de los suyos.
La maternidad, en general, no es fácil pero es esperanzadora. Viene con una batería de frases hechas y culpas repartidas que, a veces, no te dejan ni respirar.
Ser mamá de Catalina es poder hacer de nuevo todas las cosas, es saber que no importa qué pase, ella siempre va a estar.
narrar una historia o escena valiéndose de la enumeración de objetos. Todo período puede reducirse a una enumeración de sus objetos cotidianos, utilicen esta herramienta para narrar y rodearlos de otras cosas para hacer avanzar esta escena o la historia que quieran.
Eran las cinco de la tarde de una tarde fresca de otoño. El día había estado soleado, invitando a la gente a salir. Las plazas estaban repletas, por personas, por mates, por perros tirados al sol. La feria recibía a los últimos transeúntes. Las mesas de los cafés mostraban la alegría de Buenos Aires.
“Ay, Buenos Aires, qué linda sos”.
Había estado en su casa todo el día, guardando su vida en cajas y poniendo su ropa más linda en una valija. Ya se había despedido de sus papás, de sus hermanos, de sus amigos. Pero nada le costaba tanto como decirle “hasta siempre” a su querida Buenos Aires.
Mientras avanzaba por la avenida Alvear, se despedía del lugar que la vio nacer, dar sus primeros pasos, su primer beso, ser consuelo en su desamor. Pasó por la esquina en la que Rodrigo le había regalado ese chocolate con una dedicatoria ridícula y sonrió. Pasó por la puerta del departamento de Monona y la recordó joven y sana.
“Ay, Buenos Aires, calaste tan hondo…”
Quería que su esplendor hiciera una huella en su memoria. Los toldos azules de la Galería, los adoquines del palacio, los malvones rojos de los balcones, todo besado por el sol de una tarde que no quería decir adiós.
El día estaba alegre, pero ella guardaba en su corazón la tristeza del desarraigo. No había vivido ese tango, la melancolía de dejar atrás lo conocido, el duelo de lo cotidiano y, sin embargo, sabía que ya no tendría esa sensación de aire fresco, de anonimato, de familiaridad que sentía al estar en Buenos Aires.
“¡Ay!, me hacés tan bien, Buenos Aires...”
Pensaba, se despedía y avanzaba.
Se había enamorado de un noruego que vivía en París. Las probabilidades de que prosperara el romance eran bajas, así que se entregó por completo a disfrutar del momento. Ella no hablaba noruego ni francés y su inglés era rudimentario; él no sabía una palabra de español.
Se acordó ese día, en la prueba de inglés, el día que le encontraron el machete.
Pensó en Borj y en lo difícil que sería explicarle por qué, en verdad, Mrs Jones había sido una vieja sorete. Y pensó en Mrs Jones, en la poca fe que le tenía y se alegró.
Jose nunca había conocido unos ojos que hablaran como los de él, ni había disfrutado tanto el sonido de alguien al hacer aspavientos. Sus besos en la frente, el calor de sus manos, la seguridad de sus abrazos...
Borj estaba loco por ella y la esperaba.
“¡Ay, Buenos Aires!”
Las luces del Obelisco se veían a lo lejos. Si tenía suerte, la vería de noche, una vez más.
No había querido que sus papás la acompañen a Ezeiza porque necesitaba hacer su procesión, empezar su duelo.
“Fui muy feliz, Buenos Aires”.
Los dietes secos, los agapantus sin flor, el vaivén de las gramíneas la vitoreaban desde los canteros de la 9 de Julio.
¿Habría dietes en París o cola de zorro?
Quería llevarse a Buenos Aires, marcarla a fuego en su memoria.
Borj, la esperaba en París.
Su piso de techos altos y molduras, su callejuela de adoquines, los malvones rojos en su balcón no serían suficiente para ella. Buenos Aires se había grabado a fuego en su memoria, en su piel, en su corazón.
“Sos tan linda, Buenos Aires. Te quiero tanto, fui tan feliz, siempre fui compinche con vos. Festejaste mis alegrías y acompasaste mis tristezas; sos mi amiga, mi confidente. Pero me enamoré de alguien y, aunque me desgarre por dentro, te tengo que decir adiós”.